La virginiana y la iraní
Por: Umberto Eco Lingüista
Domingo 17 de Octubre del 2010
Teresa Lewis fue ejecutada el mes pasado en Virginia con una inyección letal; nadie será castigado por su asesinato porque había sido condenada a muerte legalmente. Había planeado el asesinato de su esposo e hijo adoptivo –lo que, por supuesto, era ilegal– y los que la mataron, consecuentemente, actuaron con la bendición de las autoridades.
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Tal vez deberíamos reformular el sexto mandamiento para que diga: “No matarás sin permiso”.
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Después de todo, durante siglos hemos venerado las banderas de soldados que, estando en guerra, tienen permiso para matar, como James Bond.
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Y ahora, se dice que el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, ha respondido a los exhortos occidentales de clemencia para una supuesta adúltera sentenciada a morir lapidada –el castigo ha sido rechazado, pero las autoridades afirman que sigue siendo una posibilidad– diciendo, en esencia: “¿Se quejan porque queremos matar legalmente a una mujer iraní cuando matan legalmente a una estadounidense?”.
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Una objeción para la lógica de Ahmadineyad es que la estadounidense orquestó el asesinato de su esposo, mientras la iraní, Sakineh Mohammadi Ashtiani, solo fue infiel. Y la estadounidense murió sin dolor, mientras la iraní corre el riesgo de morir de forma brutalmente dolorosa. Pero una respuesta de este tipo implica dos cosas: que mientras una adúltera no debería ser castigada con más que una separación legal, sin derecho a pensión, es aceptable castigar a asesinos con la pena capital siempre y cuando el método de ejecución no sea muy doloroso.
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Si nuestro juicio no estuviera tan nublado, tal vez veríamos el punto más general: que ni siquiera los asesinos deben ser sentenciados a muerte, que las sociedades no deberían matar a sus ciudadanos –ni siquiera luego de un debido proceso, ni siquiera si la ejecución es relativamente indolora.
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Si nuestro juicio no estuviera tan nublado, tal vez veríamos el punto más general: que ni siquiera los asesinos deben ser sentenciados a muerte, que las sociedades no deberían matar a sus ciudadanos –ni siquiera luego de un debido proceso, ni siquiera si la ejecución es relativamente indolora.
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¿Cómo responderían los ciudadanos de los países democráticos al líder de un país, más bien, antidemocrático cuando nos pide que no critiquemos la pena capital de Irán dado que algunas naciones occidentales todavía tienen crueles castigos mortales.
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La situación es más bien rara, y me gustaría saber si estos occidentales –en cuyas filas figura la primera dama de Francia, Carla Bruni-Sarkozy– que protestan contra la pena de muerte en Irán también han protestado contra la de Estados Unidos.
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Sospecho que la mayoría no. Los occidentales se han desensibilizado con el alto número de ejecuciones legales en Estados Unidos. No obstante, nos horroriza la idea de que una mujer muera en Irán masacrada por una lluvia de piedras.
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Ciertamente, no soy inmune a esto: cuando me enviaron una solicitud para que me manifestara contra la lapidación de Ashtiani, la firmé inmediatamente. Al mismo tiempo, pasé por alto el hecho de que la virginiana Teresa Lewis iba a ser sacrificada.
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¿Nosotros, los occidentales, hubiéramos protestado con la misma intensidad si Ashtiani hubiera sido condenada a morir por inyección letal? ¿Nos indigna la lapidación o la ejecución de infractores del séptimo mandamiento –“No cometerás adulterio”– en lugar del sexto? No estoy seguro, pero el hecho es que las reacciones humanas muchas veces son instintivas e irracionales.
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En agosto, encontré una página de Internet que describía varias formas de cocinar un gato. Sin importar si era broma o en serio, los defensores de los derechos de los animales elevaron la voz en todo el mundo. Adoro a los gatos. Son de las pocas criaturas que no se dejan ser explotadas por sus dueños –al contrario, los explotan con cinismo olímpico– y su afecto por la casa prefigura una forma de patriotismo.
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Entonces, me repugnaría que me dieran un plato de estofado de gato. Por otra parte, los conejos me parecen igual de lindos que los gatos, y aún así me los como sin ningún escrúpulo.
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Me escandaliza ver perros pasear libremente en sus casas chinas, jugando con los niños, cuando todo mundo sabe que serán comidos a fin de año. Pero los cerdos –animales altamente inteligentes, según me dicen– vagan en las granjas occidentales, y a pocos les preocupa el hecho que su destino sea convertirse en jamón. ¿Qué nos inspira a considerar incomibles ciertos animales cuando los antropomorfizamos, mientras otras criaturas adorables –terneros, por ejemplo, o corderitos– nos parecen eminentemente apetitosas?
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Los humanos somos animales muy raros, capaces de mucho amor y de cinismo aterrador, igual de dispuestos a proteger un pez de color que a hervir una langosta viva, aplastar un ciempiés sin remordimientos y tildar de bárbaro al que mata una mariposa.
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Similarmente, aplicamos una doble moral cuando enfrentamos dos sentencias capitales nos escandalizamos con una y nos hacemos de la vista gorda con otra. Algunas veces me siento tentado a coincidir con el escritor rumano Emil Mihai Cioran, quien afirmó que la creación, una vez que escapó de las manos de Dios, debe haber quedado a cargo de un demiurgo: un chapucero torpe, incluso tal vez un poco ebrio, que se puso a trabajar teniendo en mente algunas ideas bastante confusas.
Traducción de Hector Shelley
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