domingo, 5 de diciembre de 2010

Cultura política y opinión pública

05/12/2010 Por Martín Tanaka


En las últimas semanas han aparecido dos libros con riquísimo material de análisis sobre las percepciones, preferencias y orientaciones políticas de nuestra población; uno es Cultura política de la democracia en el Perú, 2010, de Julio Carrión y Patricia Zárate (Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2010); el otro es Opinión pública 1921-2021, de Alfredo Torres (Lima, Aguilar, 2010).
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El texto de Carrión y Zárate es particularmente útil porque ubica el caso peruano en el contexto de las Américas, usando los resultados del Latin American Public Opinion Project que reúne información de 26 países del área. Los resultados confirman las conclusiones de estudios similares: los peruanos somos los que menos apoyamos a la democracia, quienes tenemos los más bajos niveles de confianza interpersonal; además, los que nos sentimos más víctimas de la delincuencia y la corrupción. Se ha llamado la atención sobre lo paradójico de estos resultados, considerando el notable crecimiento económico de los últimos años, la reducción de la pobreza, nuestra relativa estabilidad política, y los avances en institucionalización ocurridos después de la caída del fujimorismo. Carrión y Zárate sugieren, correctamente, que la explicación habría que buscarla en la suma de entusiasmos y decepciones que hemos sufrido los peruanos en las últimas décadas, a lo que yo sumaría el colapso de nuestro sistema de representación política, sin visos de solución.
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Torres, por su lado, llama la atención sobre el hecho de que la inseguridad y la corrupción aparecen en los últimos años como preocupaciones centrales en la ciudadanía, junto a las tradicionales asociadas a la pobreza y la falta de empleo. Y nos da una excelente pista para relacionar esto con la paupérrima legitimidad de las instituciones democráticas en un contexto de crecimiento. Según Torres, “para gran parte de la opinión pública, si el gobierno sostenía que el país estaba mejor y la población no lo sentía, entonces se estaba incrementando la corrupción... [a la opinión pública] le cuesta imaginar que el Estado carece de recursos suficientes para atender todo lo que de él se demanda. El mal desempeño estatal no es atribuido a limitaciones estructurales de un organismo burocrático, sino fundamentalmente a la mala gestión y a la corrupción de las autoridades de turno” (p. 150).
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Torres termina su libro planteando temas claves para los próximos años, camino al Bicentenario, resaltando la importancia del comportamiento ético en nuestras élites y gobernantes. Me permito llevar esa discusión más allá del ámbito de las conductas personales, y llamar la atención sobre la necesidad de construir instituciones que incentiven esas conductas y sancionen su incumplimiento; y de reconstruir nuestro sistema de representación política. En suma, deberíamos darle al desarrollo político la misma importancia que le damos al desarrollo económico.

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